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por Julio Emperador Sólo basta recorrer las callecitas de Buenos Aires para constatar que la sociedad que a diario las transita no tiene un mínimo afán por cumplir con la Ley 2148 y con el Código de Tránsito de la CABA. Eso sí, cada infractor encuentra prontamente el argumento válido para demostrar su falta de intención por cometer el error, para justificar con insólitas explicaciones o para externar la culpa en el Estado por ser éste quien, por algún objetivo original, lo obligó a cometerlo. Lamentablemente, la realidad es otra y parece demostrar que como sociedad poco nos importan los miles de muertos y heridos que provocan esos pseudos accidentes viales y sus víctimas colaterales. De poco vale que, viendo en la televisión la crónica de alguno de esos sucesos, nos indignemos por la “facilidad” con la que se transgrede la ley en “este país”. ¡Cómo si los ciudadanos que lo habitamos no fuésemos quienes lo conformamos! Ni la espectacularidad de una catástrofe nos mueve a reflexionar acerca de que no realizamos ningún esfuerzo cotidiano para insertar la ley en la sociedad. Nos complace debatirla en mesas de café, exigimos la implementación de legislaciones más punitivas y la consideramos una herramienta útil en manos de los abogados. Lo notable y realmente importante es que poco nos importa cumplirla cotidianamente. Desconocemos que la ley es una herramienta de convivencia, así es imposible que una sociedad funcione correctamente. Cuando los organismos de control hacen la “vista gorda” o se suman al ciudadano común transgrediéndola dan fe que tampoco se esfuerzan por insertar la sociedad en la ley, y alimentan el falso argumento: ¡Si los de arriba no empiezan! ¿Por qué debemos hacerlo nosotros? Una comunidad que no cumple con las leyes está en el camino de la autodestrucción. La ley regula y organiza pero la razón pasa por respetar y respetarnos, tanto como cuidar al otro y cuidarnos. En una comunidad, conduciendo un vehículo tenemos en nuestras manos la vida de semejantes. Mientras no nos pensemos como un grupo de personas que comparten un espacio común con deberes y derechos será muy difícil que respetemos normas de convivencia. No basta una simple expresión de deseo si no nos damos cuenta que así no podemos seguir. La ley es imprescindible y seguro podrá ser perfectible, pero sin la intención de cumplirla dejamos el equilibrio armónico y justo de la convivencia en la fuerza bruta, que termina destruyéndonos como sociedad. Es real que las autoridades de control no pueden estar en todos lados aunque en Buenos Aires da la impresión que no están en ninguno, hecho que coadyuvado con el desprecio colectivo por cumplir las reglamentaciones nos lleva a contar con altísimos índices de siniestros de tránsito, muchos de ellos con víctimas fatales en mal llamados “accidentes”. Cierto es que la negación y la compulsión a la transgresión permanente, muchas veces impune, son síntomas del difícil trastorno que padecemos y que nos está afectando a nivel social. Más cierto es que llegó el tiempo de transponer el umbral de la adolescencia y dar el paso al crecimiento que nos lleve a la adultez, estado propio de una sociedad habitada por individuos que comparten un espacio común y tienen la obligación de cuidarse mutuamente. En definitiva, es obvia la importancia del rol de la creación y aplicación de una estructura legal, pero es mucho más trascendente nuestra decisión personal de incorporarla a nuestro ser ciudadano. |
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