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Buenos Aires, Sábado, 23 de Noviembre de 2024 |
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Por Tamara Alvarez Brasil “¿Qué vas a hacer a la noche? Vamos a comer a El Fortín… ¿¡cómo que no conocés El Fortín!?”, me dijo un amigo una tarde, con una voz que condensaba entusiasmo y sorpresa por mi desconocimiento. Recién me había mudado al barrio y asocié ésta cuestión a mi ignorancia acerca de la existencia de, parecía ser, tan importante lugar. Entendí de qué se trataba tanta sorpresa pocos minutos después de haber atravesado la puerta vaivén celeste que encabeza la ochava de una de las esquinas que nacen del encuentro las avenidas Alvarez Jonte y Lope de Vega, casi cayéndose del mapa del barrio de Monte Castro. Según cuentan, parece ser que El Fortín comienza a ser lo que hoy conocemos de la mano de Manuel y Andrés Iglesia que, junto a Manuel Montaña, cruzaron el charco grande y se vinieron de Santiago de Compostela, España, vaya a saber con qué expectativas y sueños, con qué objetivos y miedos, dentro de sus valijas. También cuentan que en el año 1962 los tres españoles armaron una sociedad con el Cholo Bersaquia y Perfecto Purdón, y se arremangaron para amasar y darle sabor a esta esquina, que ya era una pizzería pero que, a partir de ese momento, se convirtió en algo más que eso, que fue transmitido a los que ahora le ponen las manos y el cuerpo y que mantienen los sentidos de los visitantes alertas, más allá de la ausencia física de sus socios fundadores. Y que ha sido visitada en más de una ocasión por alguna que otra cara conocida del ámbito del deporte, el espectáculo y la política. Todo lo que cuentan, en definitiva, alimenta y fortalece el mito barrial que hace de esta pizzería una de las más conocidas, a pesar de no estar ni en el corazón porteño, ni iluminada por un farol de la calle Corrientes, demostrando la particularidad de cada barrio, que se alimenta a sí mismo con sus espacios y costumbres particulares. La puerta vaivén celeste de la ochava, acompañada por los grandes ventanales que se alinean hacia un lado y hacia el otro de ambas avenidas, invita adentrase a un mundo particular de sabores pero, más allá de eso, el aire condensa recuerdos que, por más que no hayan sido vividos, despiertan y alertan los sentidos. Las luces de neón rojas de la esquina, esas que están ubicadas encima de la puerta, parecen acompañar un viaje que en tiempo que lejos está de tener que ver con las modas. Almuerzo o cena, reencuentro con amigos, pueden ser una buena excusa para pegarse una vuelta. Pero una mención especial merece el fútbol dominguero: la cercanía con varios clubes (sobre todo Vélez Sarsfield), convierten a la pizzería en el lugar preferido para hacer la previa de los partidos y la pasada a la vuelta con el gusto amargo de la derrota o el sabor placentero del triunfo. Antes del partido, las mesas de fórmica, que alguna vez fueron blancas, se convierten en las pizarras donde se despliegan las formaciones de los equipos de todos los directores técnicos (que son los hinchas) y, después del partido, en espacio de debate de los comentaristas y especialistas (que también son los hinchas). Una copita de moscato o una cerveza tirada, de la mano de una porción de pizza con su muzzarella derretida, con longaniza, tomate, o unas empanadas, en definitiva, terminan siendo la compañía de un momento fugaz y de paso, comiendo parado o sentado en las altas banquetas y apoyando el codo en la barra, o de una estadía más prolongada en esas mesas de fórmica del salón en forma de “L” forrado con azulejos blancos. Todo está dispuesto en el espacio cual escenario campestre alrededor del fogón: y ese fogón es el amplio horno a leña que, en definitiva, le da uno de los sabores característicos de esta historia. Vale la pena darse el gusto de una visita.
Pizzería El Fortín. Alvarez Jonte y Lope de Vega, barrio de Monte Castro. |